El destino lo imponían unas
manos ajenas a mi conciencia. Aprisionaban razones absurdas contra mi sien
vulnerable. Luchaban por llenar mi mente de vacío, de pocas ganas, de
mediocridad.
Eran frías y duras, arañaban
con constancia. Repelían con sus uñas el amor, la incertidumbre o la cultura.
Irrefrenables en su tarea,
perseguían con malicia cada pensamiento propio que conseguía escapar de sus
garras. Le arrancaban la cabeza, le mordían los ojos y le hacían burla a su
cadáver.
¿En que se convierte una
persona con manos de hierro en la cabeza? ¿Quién dejó de ser para ser lo que no
es y lo que no puede existir?
El crujido de mi cráneo me
despertaba cada noche. Los huesos mutaban encogidos ante la fuerza de su
voluntad helada. Sonaban como muebles muertos hace tiempo.
Quería gritar, pero ni un
solo sonido salía de mi boca, salvo el eco y el susurro inaudible de mi propia
voz despidiéndose de mí.
¡Adiós voz! ¡Adiós!
Y luego no pensé yo, sino
mis manos craneales: ¡bendita juventud de vivos sin pañales! ¡Quién pillara
esas mentes estructuradas!
¿Dónde quedó en ese momento
mi espíritu? Manos, férreas, mutilantes, es lo que tengo que ofrecer: ni
siento, ni existo, ni susurro, ni vivo. ¿Dónde vive ahora la mente de mi vida?
¿Dónde están los recuerdos de los sueños que guardé tras mi oreja?
¿Arrebatados? ¿Todos? Todos a base de arañazos, y de la mía incultura
generalizada, ¿por qué de quién es sino si no es mía?
¡Viva la mayoría! ¡VIVAN LAS
MANOS DE MUERTO QUE REPRIMEN NUESTRO ALIENTO! ¡VIVAN! ¡VIVAN! Y que viva la
normalidad y la inmundicia mental, vivan las manos que me hieren por las
noches, vivan sus uñas que me dejan ciega, y qué vivan…