Y creo que por
fin lo entiendo o lo he entendido, mientras le imploraba a un dios desnudo que
me consolara entre sus brazos. Un alter ego necesitado que ya no sabe si amarme
u odiarme.
Me decía que ya
no tienes fuerzas para amar como te exigen. Me ha susurrado que ahora tienes
una fuerza arrolladora para amar como te place.
Y yo me
resisto, como una necia que se niega a desprenderse de su venda, de esa venda
negra que todos mis compañeros de estupidez llevan. Pero ha llegado el punto en
el que no soy capaz de entender por qué coño me resisto. Si eres tú, como
siempre, el alma demoledora que da forma a mis sentidos.
Así que aquí
persisto, y existo en vano, porque creo entender los impulsos de nuestro
aliento, de nuestras manos. Y aun así me dejo enloquecer por los susurros de
los necios, y sus opiniones como dagas se clavan en mi vientre. Hieren lo más
puro de tu mirada, lo más sincero de tus besos, lo más tierno de tus abrazos.
Y vuelvo a
implorar, a ese dios evanescente, qué me explique, qué me explique mi aliento
en tu cuello. Y qué me explique nuestro juego. Nuestro sinsentido, nuestro
razonamiento, mi miedo.
Pero finalmente
me retuerzo, y araño a la noche unas horas de sueño, que me hagan olvidar
durante un tiempo que te quiero, con venda, sin venda, y si hace falta, con
dagas en el cuello.