Los demonios son viscosos y presumen de
estar hechos de alquitrán. Sus uñas largas no hacen más que arañar las entrañas
que mueren, un poquito más, con cada latigazo de mala suerte.
Los demonios viven envueltos en pedazos de
cristal, y con cada vuelta, cada movimiento de sus garras, destrozan un vientre
lleno de culpabilidad.
Culpabilidad que nace de la razón, esa
estúpida y endeble propiedad humana, que intenta por todos los medios abrirse
camino entre la destrucción.
Oh Baudelaire, tú lo sabías bien. Casi
puedo ver tu sonrisa amarillenta en las cuencas de mis ojos. Sarcástico,
venenoso, te abres paso entre los demonios como uno más y a la vez como un
ángel salvador. ¿De qué dolores presumes esta vez? ¿Alguno será capaz de
acompañarme?
Intento respirar y solo sale humo de mi
boca, negro y espeso, como los demonios. Huele a quemado, huele a
autocompasión, huele a un sombrero de copa que se perdió en el tiempo y que se
echa de menos a sí mismo.
Oda a la muerte, a la pena, a la pesadumbre
de un mundo que se pudre, que está lleno de demonios, de demonios de alquitrán,
a los que se venera con pasión y humildad, porque son creídos ángeles. Y yo soy
capaz de ver la verdad, pero solo callo, como una más, porque el miedo a
molestar nubla las ganas de vivir.
¿Postmodernismo? Yo solo entiendo de una
pena que no me deja vivir, que se ha consolidado en los cimientos de mi
madurez. Que lleva mi propio nombre, y eso es lo más jodido. Inexplicable, deforme,
mis siglas y mis razones. Así me persigue, como un azote de cólera e ira. Un
pecado capital anónimo que no tiene condena. ¿Seré yo un engendro más de este
mundo gris?
Llevadme de vuelta al seno de la felicidad,
dejadme regodearme un poco más. Yo, suplico, de rodillas: estúpida, recupérate,
recupéranos. Y estos recuerdos atenazantes, tan ingrávidos y a la vez tan
frescos, que reviven los sabores de la infancia en mi boca, todo envuelto en
chucherías.
Pero no, eso ha muerto. Igual que
Baudelaire. Igual que la esperanza. Mientras, el asco se renueva. Las ciudades
agonizantes, llenas de cadáveres (¡oh, Dámaso!) crecen, y crecen, y crecen… Y
siguen matando. Y nosotros nos dejamos, yo la primera, porque la corriente
arrastra con su olor a putrefacción y su fuerza de coloso. Así que vendadme los
ojos, ¡rápido! Antes de que siga viéndonos morir. Y alimentadme, con vuestras
manos putrefactas, antes de que estos demonios se quejen en mi interior. No
quisiera verlos morir, no, por favor…