Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

lunes, 2 de enero de 2017

Demonios de alquitrán

Los demonios son viscosos y presumen de estar hechos de alquitrán. Sus uñas largas no hacen más que arañar las entrañas que mueren, un poquito más, con cada latigazo de mala suerte.
Los demonios viven envueltos en pedazos de cristal, y con cada vuelta, cada movimiento de sus garras, destrozan un vientre lleno de culpabilidad. 
Culpabilidad que nace de la razón, esa estúpida y endeble propiedad humana, que intenta por todos los medios abrirse camino entre la destrucción.
Oh Baudelaire, tú lo sabías bien. Casi puedo ver tu sonrisa amarillenta en las cuencas de mis ojos. Sarcástico, venenoso, te abres paso entre los demonios como uno más y a la vez como un ángel salvador. ¿De qué dolores presumes esta vez? ¿Alguno será capaz de acompañarme?

Intento respirar y solo sale humo de mi boca, negro y espeso, como los demonios. Huele a quemado, huele a autocompasión, huele a un sombrero de copa que se perdió en el tiempo y que se echa de menos a sí mismo.
Oda a la muerte, a la pena, a la pesadumbre de un mundo que se pudre, que está lleno de demonios, de demonios de alquitrán, a los que se venera con pasión y humildad, porque son creídos ángeles. Y yo soy capaz de ver la verdad, pero solo callo, como una más, porque el miedo a molestar nubla las ganas de vivir.
¿Postmodernismo? Yo solo entiendo de una pena que no me deja vivir, que se ha consolidado en los cimientos de mi madurez. Que lleva mi propio nombre, y eso es lo más jodido. Inexplicable, deforme, mis siglas y mis razones. Así me persigue, como un azote de cólera e ira. Un pecado capital anónimo que no tiene condena. ¿Seré yo un engendro más de este mundo gris?

Llevadme de vuelta al seno de la felicidad, dejadme regodearme un poco más. Yo, suplico, de rodillas: estúpida, recupérate, recupéranos. Y estos recuerdos atenazantes, tan ingrávidos y a la vez tan frescos, que reviven los sabores de la infancia en mi boca, todo envuelto en chucherías.


Pero no, eso ha muerto. Igual que Baudelaire. Igual que la esperanza. Mientras, el asco se renueva. Las ciudades agonizantes, llenas de cadáveres (¡oh, Dámaso!) crecen, y crecen, y crecen… Y siguen matando. Y nosotros nos dejamos, yo la primera, porque la corriente arrastra con su olor a putrefacción y su fuerza de coloso. Así que vendadme los ojos, ¡rápido! Antes de que siga viéndonos morir. Y alimentadme, con vuestras manos putrefactas, antes de que estos demonios se quejen en mi interior. No quisiera verlos morir, no, por favor…

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