Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Enjambres de enseñanza en un aula de insectos

Dámaso Alonso arañaba el aire a través de la voz de Gonzalo. El aire se cargaba de una tensión espesa, la clase contenía la respiración, y solo los versos descompuestos se movían entre los alumnos.
Gonzalo lo sabía, sabía qué estaba generando con aquella poesía amarga, fruto de la angustia vital de un hombre que respiraba muerte, por eso siguió leyendo:

−“… oh, sobre todo esos ojos
que no me permiten vigilar el espanto de las noches,
la terrible sequedad de las noches, cuando zumban los insectos,
de las noches de los insectos…”  suspiraba.

Gonzalo les regalaba poesía mientras las imágenes de Dámaso recorrían mente a mente, corazón a corazón, los pulsos de unos niñatos ingratos y estúpidos, que delante de la belleza del dolor no podían hacer más que quedarse quietos. Sin respirar. Dejando poco a poco que les comieran los insectos.

“Y estaban verdes, amarillos y de color de dátil, de color de tierra seca los insectos,
ocultos, sepultos, fuera de los insectos y dentro de mi carne, dentro de los insectos y fuera de mi alma,
disfrazados de insectos.
Y con ojos que se reían y con caras que se reían y patas
(patas, que no se reían), estaban los insectos metálicos royendo, royendo y royendo mi alma, la pobre, zumbando y royendo el cadáver de mi alma que no zumbaba y que no roía…” − leía, regalaba, esperaba reacciones de alumnos consternados, incómodos, estúpidos.

Aquella clase dio a luz a un enjambre de insectos oscos −que aprisionaban almas bajo sus patas pegajosas− de la mano de Gonzalo, de la mano de Dámaso. La angustia se extendió lentamente por sus rostros, calando cada pequeño hueso de sensibilidad que pudieran tener. Y ellos, mientras tanto, no entendían muy bien el porqué de aquella incomodidad.

Gonzalo en cambio lo entendía todo. Entendía a los insectos, entendía a los alumnos. Explicaba cada pausa, cada latido de la poesía, con un amor característico del genio que entiende y sabe entender. Sentía su ritmo, imperceptible para el gladiador orgulloso que muere en el primer asalto, pero vivo y fuerte para el músico de orquesta escondido entre iguales. Veía el dolor, casi lo podía tocar con los dedos en el aire de aula. Sus palabras habían abierto brechas.

−“… que me están royendo el mundo, mi alma, mi alma,
y, ¡ah!, los insectos,
y, ¡ah!, los puñeteros insectos.”− gritó al aire, con los ojos cerrados, y las manos prietas sobre un libro que no le daba más respuestas.
Ya nadie sabía si se enfrentaba a sus demonios de profesor o a los demonios del poeta. Pero quería luchar contra todos aquellos insectos.


Fue precioso.