Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

lunes, 22 de junio de 2015

Los besos de un caído

Y su beso cayó por su propio peso
y con él, caí yo, arrastrado
suyo, muerto, más vivo que nunca.

Y ella seguía sonriendo después,
y antes, y siempre desde entonces.
Y yo la quería como nunca
Pero ella me jugaba como siempre.

Suyo todas las noches.
Días enteros a su lado.
Días resucitado de la vida de muerto
y muerto otra vez, sin ser matado.

Y ella cada vez más viva
y sonriente, y alegre.
Con ganas de jugarme y besarme
y despertarme, tocándome,
haciéndome sinfonías vivas,
y suyas.

Y ya sé que nunca despertaré
y mi condena será amarla
y quererla.
Como siempre,

y como nunca.

domingo, 14 de junio de 2015

Warhol y su arte

Warhol despertó ese día de mal humor y con resaca, como llevaba haciendo los últimos veintisiete años. Se levantó de su cama, o de lo que él consideraba una cama, y se metió en la ducha.

***

Warhol era una persona diferente. Nació de la unión de un par de artistas venidos a más, en la década de los setenta. No tuvo una infancia normal, ni una educación digna. Sus padres apenas le dedicaron atención los primeros años de su vida, simplemente continuaron con el estilo de vida que habían tenido hasta entonces.
“Mis padres eran unos imbéciles. Era obvio que me habían tenido para ver que pasaba si de repente tenían un hijo, y si encima le llamaban como un puto pirado que hacía gilipolleces con colores. Oh sí, muy bonito el nombre, graciosísimo. Seguro que se le ocurrió a mi madre mientras cagaba.
Viví una infancia cutre de cojones, sobretodo cuando mi padre se piró con una tía diez años más joven que mi madre. El muy cabrón dejó una notita y todo. Joder, ahora hasta me hace gracia…”

A los quince años, Warhol decidió buscarse la vida en solitario. Dejó a su madre en el apartamento que compartían, pero no dejó una nota de despedida. Simplemente se fue de allí, sin ninguna intención de volver.
“A ver, que quede claro, yo no abandoné a mi madre, ella me había abandonado mucho antes de que yo me pirara del sitio. Después de que mi padre se fuera, ella intentó seguir pintando y componiendo, pero no era lo mismo, “se le había secado la inspiración”, o eso decía.
Al final acabó en la cama de un ejecutivo de noséqué empresa, que nos pagaba lo que fuera con tal de echar un polvo de vez en cuando. Ella ni hablaba conmigo. Se pasaba el día comprándose cosas bonitas, como ropa interior o perfumes, y follando con el capullo ese. Sinceramente, a mí no me importaba demasiado. A diferencia de ella, yo me pasaba el día buscando cosas productivas que hacer, y en cuanto encontré un trabajo de camarero, me largué.”

Los siguientes años de su vida los pasó trabajando donde podía para pagarse lo justo. Vivía malamente en un apartamento, en una calle perdida de la Gran Manzana. Perdía trabajos, y encontraba otros. Siempre había personas dispuestas a contratarle. Incluso él mismo lo decía: “soy un bastardo con suerte.” El poco tiempo libre que podía reunir lo empleaba en odiar a los artistas, delante de una barra de bar mal encerada y un whisky barato. Todas las semanas, al menos dos noches, se metía en cualquier bar que no tuviera música, y se ponía a beber. Siempre whisky, siempre sin música. La televisión o los gritos de la gente no le molestaban, únicamente lo hacía la música.
- Greg, otro más. Sí, no te cortes. Gracias, tú sí que sabes lo que me gusta.-  decía, y se mataba a beber.
“Pero a ver, Greg, escúchame. La música está sobrevalorada. Y más ahora. Ahora la gente escucha lo que yo escuchaba cuando era un crío y se creen especiales, y lo peor de todo es que creen que esa música es especial. No se dan cuenta de que las personas que había detrás eran capullos sin talento. Se piensan que las canciones son para ellos, que les entienden, y no joder, no. Esas putas canciones, como todas las canciones de este mundo, son para sacar pasta. Fin. Ni Mozart se salva.”
Ningún camarero le prestaba demasiada atención, recibía el mismo trato que el resto de borrachos de barra: alguna sonrisa de vez en cuando, y un “claro” para acompañarla.
A Warhol le daba igual, mientras le siguieran sirviendo whisky barato y le dejaran despotricar a su gusto sobre lo que le viniera en gana.

Y ese, queridos amigos, era su arte.

El arte de Warhol era odiar a las siete musas, a las siete divinidades de todo artista. Criado entre ellos, había aprendido desde niño a despreciar profundamente ese mundo. Lo hacía con una sensibilidad y una naturalidad que si hubiera sido pintor, habría revolucionado el mundo artístico, igual que si hubiera sido cineasta o literato. Cada día encontraba adjetivos más despectivos, más oscuros, a medida que iba creciendo su odio.
Allá donde hubiera música, Warhol no iba. Cada vez que veía un cuadro, escupía al suelo, estuviera donde estuviese. ¿Trailers de películas? Warhol los aniquilaba en apenas segundos, con un: “innovad, esta puta mierda ya se ha hecho antes.” No tenía piedad. Era el asesino en serie menos buscado de la historia.

Y él, como buen artista, no buscaba el reconocimiento de un público, todo lo hacía desde el más sincero anonimato, salvo en esas ocasiones que se sentaba delante de una barra de bar. En esos casos, Warhol brillaba bajo un foco de luz inexistente, y con su herramienta preferida, un whisky, componía, dibujaba y escribía, las más puras obras de arte.

viernes, 12 de junio de 2015

La trágica historia de la gata que quiso ser loba

En la noche oscura, la gata perseguía al lobo.

Le acosaba despacio y sin remordimientos, le seguía a todas partes, y maullaba cuando se alejaba lo suficiente para no oírla. La gata nunca había hecho nada igual. Ella no seguía a nadie, estaba por encima... Por encima de todos, menos de su lobo negro. Incluso estaba por encima del amor, ella era grande, suprema... Pero lo era menos que su lobo negro.

Por eso cayó despacio, pero cayó.

El lobo, en cambio, solo tenía hambre, y buscaba una presa con la que llenarse el estómago vacío. Así eran sus noches, solitarias y en carne viva, llenas de sangre caliente y saliva espesa. Recorría las calles, caminos y pasos, hambriento, siguiendo su sentido del olfato.

La gata se había enamorado tanto que intentaba aullar a la Luna, que intentó ser loba. Abandonó su naturaleza, abandonó su otra vida, e intentó adaptarse a lo que se le venía encima. Era inteligente, al fin y al cabo era una gata, y sabía lo que tenía que hacer. Por eso aullaba desesperadamente a la Luna, todas las noches que iba tras su lobo.

El lobo nunca miró hacia atrás y nunca vio a la gata aullando, o maullando, o lamiéndose una pata mientras le miraba con ojos vidriosos. El lobo siempre corría hacia delante, pensativo, hambriento, dándole a la gata su espalda negra y peluda, dejándola al margen de su vida. No pensaba en nadie más que en sí mismo, en su estómago, y en la sangre caliente. Aullaba de vez en cuando sobre algún terreno elevado, para avisar de su presencia al resto de criaturas nocturnas, para comenzar la caza, y para convertirla en reto. Le encantaba escuchar como corrían sus presas en vano, intentando huir de él.

La gata intentaba seguirle, con pasos más largos de los que le permitía su cuerpo. Utilizaba sus delicadas patas para arañar el terreno, acortar por atajos y nunca perder de vista a su amado. Se rompía sus preciosas uñas y se manchaba su cuidado pelaje. A veces perdía algún que otro bigote entre arbustos, y se arañaba su precioso rostro contra ramas bajas y peligrosos salientes.

Para él solo existían la explosión de la carne en su boca, y la fuerza de su cuerpo contra todo. Contra el viento, contra el dolor de sus articulaciones, contra sus presas.

Cuando la gata se enamoró del lobo, dejó de ser gata y no se sabe que llegó a ser.

Cuando el lobo no se percató de la gata, siguió siendo lobo.

jueves, 11 de junio de 2015

Cordura de reloj


Poco a poco, y con la paciencia de un reloj sexagenario, María intentó llorar.

Era verano, y notaba la sensación invernal de las depresiones a media tarde y los pies fríos. Podía oler perfectamente su fracaso, este perfumaba el aire de su alrededor, y María aguantaba la respiración para evitarlo.


Después de un par de minutos replanteándose sus aspiraciones en la vida, aspiró su fracaso de lleno y ahogó sus pulmones con él. Se sentó donde estaba, evitando así el leve temblor que amenazaba de muerte a sus rodillas. Agarrándose sus pies de hielo, e intentando insuflarles calor a través de sus manos de muerto, María soltó todo el aire en una tremenda carcajada vacía. Pero la segunda, muy a su pesar, estaba llena.
Esto es importante, no todo el mundo puede hacer alarde de llenar una carcajada de los mismos sentimientos con la que los llenó María. Y decía a su pesar, porque ella estaba cansada de tanto hacerlo, y de tener que escucharlo, y de tener que soportarse.


Ahora que María estaba sentada, riéndose como una posesa... ¿De qué se reía María? 
La segunda carcajada de María rompía todos los esquemas previamente acomodados del mundo real y audible. En ella derramó la más pura vitalidad, como si Nietszche la hubiera susurrado fantasías de la vida al oído y ella las hubiera entendido. Tal fue la sensación de felicidad que la invadió, que tuvo que tumbarse en el suelo y mirar al techo. Sus pies ya no estaban fríos y sus manos tampoco.


Una lágrima dulce cayó de su ojo derecho, y se estrelló contra la madera. María comenzó a sollozar, a sollozar de verdad de la buena. Empezó a susurrar incoherencias, que más tarde gritaría contra los cristales de los vasos, vasos que estallaría contra el pobre suelo. Incoherencias que la hicieron romper a llorar como los vasos se romperían. María lloraba lágrimas de lago, y se las lamía de sus labios de cartón mojado. Las notaba caer por sus mejillas de fracasada, y esperaba paciente hasta poder cazarlas con su lengua sedienta de agua de lago.


Ese vértigo era María. El estar en tiempos de guerra y no saber si al día siguiente tu casa seguirá en pie encima de ti y tú no estarás muerto debajo de ella. Ese tipo de vértigo era el que provocaba la pobre María.
Pero ella ahora lloraba, y no entendía de vértigos ni guerras de otras personas, suficiente tenía con los suyos. O eso pensaba ella, suficiente colmado estaba su vaso ya. Aunque ella siempre bebía de él, porque María siempre tenía mucha sed. Y lo colmaba de nuevo, y se lo bebía, y lo volvía a colmar.
Estaba cansada, María siempre se cansaba porque nunca dejaba de estarlo. Mientras lloraba recordó el tacto de una mano contra su mejilla, igual de suave que el culito de un anciano, y dejó de estar tumbada, hundiéndose en la madera, a estar de rodillas, hundiéndose en su alma. Oscuro, oscuro, oscuro... Pobre María, así de podrida estaba su alma. Negó con la cabeza, como si una voz le hubiera susurrado lo mismo que veía yo: "oscuridad María cielo, eso es lo que eres cariño."


Se puso de pie y agarró su cortina preferida. La olisqueó y le pegó un bocado de león.
Pobre María...