Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

jueves, 11 de junio de 2015

Cordura de reloj


Poco a poco, y con la paciencia de un reloj sexagenario, María intentó llorar.

Era verano, y notaba la sensación invernal de las depresiones a media tarde y los pies fríos. Podía oler perfectamente su fracaso, este perfumaba el aire de su alrededor, y María aguantaba la respiración para evitarlo.


Después de un par de minutos replanteándose sus aspiraciones en la vida, aspiró su fracaso de lleno y ahogó sus pulmones con él. Se sentó donde estaba, evitando así el leve temblor que amenazaba de muerte a sus rodillas. Agarrándose sus pies de hielo, e intentando insuflarles calor a través de sus manos de muerto, María soltó todo el aire en una tremenda carcajada vacía. Pero la segunda, muy a su pesar, estaba llena.
Esto es importante, no todo el mundo puede hacer alarde de llenar una carcajada de los mismos sentimientos con la que los llenó María. Y decía a su pesar, porque ella estaba cansada de tanto hacerlo, y de tener que escucharlo, y de tener que soportarse.


Ahora que María estaba sentada, riéndose como una posesa... ¿De qué se reía María? 
La segunda carcajada de María rompía todos los esquemas previamente acomodados del mundo real y audible. En ella derramó la más pura vitalidad, como si Nietszche la hubiera susurrado fantasías de la vida al oído y ella las hubiera entendido. Tal fue la sensación de felicidad que la invadió, que tuvo que tumbarse en el suelo y mirar al techo. Sus pies ya no estaban fríos y sus manos tampoco.


Una lágrima dulce cayó de su ojo derecho, y se estrelló contra la madera. María comenzó a sollozar, a sollozar de verdad de la buena. Empezó a susurrar incoherencias, que más tarde gritaría contra los cristales de los vasos, vasos que estallaría contra el pobre suelo. Incoherencias que la hicieron romper a llorar como los vasos se romperían. María lloraba lágrimas de lago, y se las lamía de sus labios de cartón mojado. Las notaba caer por sus mejillas de fracasada, y esperaba paciente hasta poder cazarlas con su lengua sedienta de agua de lago.


Ese vértigo era María. El estar en tiempos de guerra y no saber si al día siguiente tu casa seguirá en pie encima de ti y tú no estarás muerto debajo de ella. Ese tipo de vértigo era el que provocaba la pobre María.
Pero ella ahora lloraba, y no entendía de vértigos ni guerras de otras personas, suficiente tenía con los suyos. O eso pensaba ella, suficiente colmado estaba su vaso ya. Aunque ella siempre bebía de él, porque María siempre tenía mucha sed. Y lo colmaba de nuevo, y se lo bebía, y lo volvía a colmar.
Estaba cansada, María siempre se cansaba porque nunca dejaba de estarlo. Mientras lloraba recordó el tacto de una mano contra su mejilla, igual de suave que el culito de un anciano, y dejó de estar tumbada, hundiéndose en la madera, a estar de rodillas, hundiéndose en su alma. Oscuro, oscuro, oscuro... Pobre María, así de podrida estaba su alma. Negó con la cabeza, como si una voz le hubiera susurrado lo mismo que veía yo: "oscuridad María cielo, eso es lo que eres cariño."


Se puso de pie y agarró su cortina preferida. La olisqueó y le pegó un bocado de león.
Pobre María...

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