Me acuerdo de sus
manos. De los callos bajo sus dedos, de la primera inseguridad, de nuestras
constantes vibraciones. La vergüenza amenazaba su mirada, y yo impotente
intentaba disiparla con palabras espesas llenas de comprensión. Con unos pocos besos
inocentes en las palmas de sus manos y en las heridas de sus dedos.
Y así dejé que el amor
hiciera el resto, y él lo entendió perfectamente, y la manta nos hizo
cómplices.
Me acuerdo del grito de
mi madre. De esa hora terrible, de ese reloj maniático que marcaba las cuatro
de la mañana. Esa noche en mi casa se creó un circuito de desesperación. Subiendo
y bajando escaleras, mi madre se aferraba a una realidad vacía. Mi padre,
abrazándola, sin poder derribar ni una sola muralla de su dolor.
El miedo pudo conmigo y
simplemente esperé. “La muerte de un ser querido es un misterio para una niña
de once años” pensé, intentando en vano justificar mi cobardía.
A la mañana siguiente
mi madre entró en mi habitación. Cayó de rodillas frente a mí. Sabía lo que iba
a decir y aún así lo dijo: “Mi hermano ha muerto”. No lloré, simplemente la
sostuve en mis brazos.
Me acuerdo de tus rizos
color chocolate. De tu olor a hogar y seguridad, de tu sensatez y racionalidad.
Una vida entera es mucho tiempo, ¿sin ti? Un infierno. Tú completas la palabra
amistad. Se forma en tu pecho cuando te ríes de mis gilipolleces, cuando me
dices que me estoy precipitando, cuando te pones a bailar en un escenario y yo
lloro…
Por eso me acuerdo de
tu olor. Casi como si viajara desde México hasta aquí con cada avión, cada
pasajero y cada maleta.
Nunca ha estado tan
presente.
Me acuerdo de la
desesperación. De la música agonizante, de mi pecho lleno de rabia, del asco
contra mis propias venas. Un día creé un bucle, creyéndome fuerte, creyéndome.
Otro día noté como ya no controlaba sus ganas de poderme. Había desatado a una
bestia feroz sin límites. Con sed de sangre.
Me declaré la guerra a
mí misma. Y esperé, inútil.
Me acuerdo de esa tarde
de verano. De mis manos infantiles sosteniendo un libro que podía con ellas,
por tamaño y fuerza. La soledad me acompañaba, como muchas otras veces, y yo la
utilizaba como vieja amiga para recostarme en su regazo. Comenzó a llover.
Mi imaginación se
desbordaba entre las páginas del libro, mi cuerpo se estremecía con cada
trueno, mis piernas se mojaban como sacrificio por la lectura. En ese momento
me pude observar en tercera persona. “¿Qué hace una niña de doce años debajo de
una tormenta?”
Recuerdo mi seguridad
cuando pensé: disfrutar de mi vida, de las vidas del libro, de los momentos
sagrados, de las tormentas de verano.
Me acuerdo de Lyon en
invierno, del frío en las manos, del pain
au chocolat. Una familia separada por dos horas de avión, un cariño ciego
que se recupera en cada abrazo largo. Oportunidades constantes de despertarse
al calor de una chimenea. De desayunar galletas de chocolate, de oler con besos
a mi abuela y a su hermana, de calentarme las manos con agua casi hirviendo. Ir
de casa en casa, intentando hablar francés, riéndome con su español, riéndonos.
Me acuerdo del día que
escribí por primera vez, sin obligaciones adyacentes, solo con unas ganas
simples de arreglarme la conciencia. Escribí de un nombre que se perdió en el
tiempo, pero a pesar de ello no pude parar. Luego empecé a escribirme sobre ti,
sobre tus manos, sobre tus noches. Tal vez escribiera cien cartas que jamás te
entregué. Todas ellas reinan la red de nuestros recuerdos.
Me acuerdo de la
primera calada a la culpabilidad. De mi cómplice vitalicio que jamás va a
abandonarme, de la sensación de libertad, de sus carcajadas. Recuerdo el relato
que escribí esa mañana, como sentía que el mundo era demasiado estable. Me daba
asco. Me daba pena. Quería gritarle a una pared de ladrillo. Pero seguí
consumiéndolo y consumiéndome.
Aún a día de hoy,
después de arañarle al vicio muchos encendidos, siguen teniendo tu sabor.
Me acuerdo de muchas de
mis decisiones. Me acuerdo de mi egoísmo en algunas ocasiones. Me acuerdo de
mis gritos o de mis palabras dulces. Me acuerdo de la monotonía bien cargada de
rutina. Me acuerdo del alcohol lleno de diversión, y de pesar, y de reflexión.
Me acuerdo de mil y una tonterías…
Bienvenidos a mis
anillos gastados con el tiempo, al círculo de mis recuerdos. Al paso de mi
vida, a la luz de mis ojos.
Bienvenidos a mi dolor,
mi felicidad, mis remordimientos, mis alegrías.
Bienvenidos a ninguna
parte.
Este texto también surgió como ejercicio para mi carrera. Consistía en escribir unos siete u ocho recuerdos importantes de nuestra vida.