Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Recuerdos afónicos de ningún lugar

Me acuerdo de sus manos. De los callos bajo sus dedos, de la primera inseguridad, de nuestras constantes vibraciones. La vergüenza amenazaba su mirada, y yo impotente intentaba disiparla con palabras espesas llenas de comprensión. Con unos pocos besos inocentes en las palmas de sus manos y en las heridas de sus dedos.
Y así dejé que el amor hiciera el resto, y él lo entendió perfectamente, y la manta nos hizo cómplices.

Me acuerdo del grito de mi madre. De esa hora terrible, de ese reloj maniático que marcaba las cuatro de la mañana. Esa noche en mi casa se creó un circuito de desesperación. Subiendo y bajando escaleras, mi madre se aferraba a una realidad vacía. Mi padre, abrazándola, sin poder derribar ni una sola muralla de su dolor.
El miedo pudo conmigo y simplemente esperé. “La muerte de un ser querido es un misterio para una niña de once años” pensé, intentando en vano justificar mi cobardía.
A la mañana siguiente mi madre entró en mi habitación. Cayó de rodillas frente a mí. Sabía lo que iba a decir y aún así lo dijo: “Mi hermano ha muerto”. No lloré, simplemente la sostuve en mis brazos.

Me acuerdo de tus rizos color chocolate. De tu olor a hogar y seguridad, de tu sensatez y racionalidad. Una vida entera es mucho tiempo, ¿sin ti? Un infierno. Tú completas la palabra amistad. Se forma en tu pecho cuando te ríes de mis gilipolleces, cuando me dices que me estoy precipitando, cuando te pones a bailar en un escenario y yo lloro…
Por eso me acuerdo de tu olor. Casi como si viajara desde México hasta aquí con cada avión, cada pasajero y cada maleta.
Nunca ha estado tan presente.

Me acuerdo de la desesperación. De la música agonizante, de mi pecho lleno de rabia, del asco contra mis propias venas. Un día creé un bucle, creyéndome fuerte, creyéndome. Otro día noté como ya no controlaba sus ganas de poderme. Había desatado a una bestia feroz sin límites. Con sed de sangre.
Me declaré la guerra a mí misma. Y esperé, inútil.

Me acuerdo de esa tarde de verano. De mis manos infantiles sosteniendo un libro que podía con ellas, por tamaño y fuerza. La soledad me acompañaba, como muchas otras veces, y yo la utilizaba como vieja amiga para recostarme en su regazo. Comenzó a llover.
Mi imaginación se desbordaba entre las páginas del libro, mi cuerpo se estremecía con cada trueno, mis piernas se mojaban como sacrificio por la lectura. En ese momento me pude observar en tercera persona. “¿Qué hace una niña de doce años debajo de una tormenta?”
Recuerdo mi seguridad cuando pensé: disfrutar de mi vida, de las vidas del libro, de los momentos sagrados, de las tormentas de verano.

Me acuerdo de Lyon en invierno, del frío en las manos, del pain au chocolat. Una familia separada por dos horas de avión, un cariño ciego que se recupera en cada abrazo largo. Oportunidades constantes de despertarse al calor de una chimenea. De desayunar galletas de chocolate, de oler con besos a mi abuela y a su hermana, de calentarme las manos con agua casi hirviendo. Ir de casa en casa, intentando hablar francés, riéndome con su español, riéndonos.

Me acuerdo del día que escribí por primera vez, sin obligaciones adyacentes, solo con unas ganas simples de arreglarme la conciencia. Escribí de un nombre que se perdió en el tiempo, pero a pesar de ello no pude parar. Luego empecé a escribirme sobre ti, sobre tus manos, sobre tus noches. Tal vez escribiera cien cartas que jamás te entregué. Todas ellas reinan la red de nuestros recuerdos.

Me acuerdo de la primera calada a la culpabilidad. De mi cómplice vitalicio que jamás va a abandonarme, de la sensación de libertad, de sus carcajadas. Recuerdo el relato que escribí esa mañana, como sentía que el mundo era demasiado estable. Me daba asco. Me daba pena. Quería gritarle a una pared de ladrillo. Pero seguí consumiéndolo y consumiéndome.
Aún a día de hoy, después de arañarle al vicio muchos encendidos, siguen teniendo tu sabor.

Me acuerdo de muchas de mis decisiones. Me acuerdo de mi egoísmo en algunas ocasiones. Me acuerdo de mis gritos o de mis palabras dulces. Me acuerdo de la monotonía bien cargada de rutina. Me acuerdo del alcohol lleno de diversión, y de pesar, y de reflexión. Me acuerdo de mil y una tonterías…

Bienvenidos a mis anillos gastados con el tiempo, al círculo de mis recuerdos. Al paso de mi vida, a la luz de mis ojos.
Bienvenidos a mi dolor, mi felicidad, mis remordimientos, mis alegrías.


Bienvenidos a ninguna parte.

Este texto también surgió como ejercicio para mi carrera. Consistía en escribir unos siete u ocho recuerdos importantes de nuestra vida.

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