Noches de dudas existenciales con olor
a polvo barato. Esas eran sus noches preferidas.
Le encantaba recostarse de nuevo en su
cama cutre, con la chica que fuera, y bombardearla a preguntas sobre la
fugacidad de la vida, sobre su concepción intrapersonal, y sobre Kafka. Entre
otras muchas cuestiones, sus preferidas siempre eran las que más le hacían
pensar a él.
Le encantaban las caras de incredulidad
que suscitaba. Le encantaban los: “no sé…” tímidos que arrancaba. Le encantaban
las miradas de reojo y los silencios incómodos. Le hacían sentir estúpido pero
poderoso. Le encantaban los: “creo que debería irme…” y le encantaba seguir
tumbado, con las manos bajo su nuca, las piernas cruzadas y una sonrisa de
medio lado mientras la chica en cuestión se levantaba precipitadamente.
Le encantaba despedirse de ellas
desde la cama, siempre con un sarcástico pero sincero: “gracias por tu ayuda,
guapa”.
Y así era siempre todo. Ellas le
ayudaban a seguir siendo lo que era, porque nunca encontraba respuestas a nada.
Llevaba años desgastando, cuando podía, esa rutina nocturna tan peculiar, pero
nunca nadie le había respondido a nada. Para él, la esencia de su vida era
aquello, lo que conformaba sus noches estrella: echar un polvo y seguir siendo
igual de ignorante que siempre.
Le encantaba.