Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

domingo, 11 de octubre de 2015

¿Has visto American Beauty?

Antes de que termines de leer esto, debo preguntarte: ¿has visto American Beauty?

Si la respuesta es no… Debes verla para poder entender todo esto, e incluso debes verla para poder entender la belleza que habita en este mundo tan gris.

Si la respuesta es sí… He vivido un momento precioso, de un valor incalculable. Tan bello que uno de los protagonistas de la película, el chico, lo habría grabado con su cámara, y probablemente lo hubiera visto una y otra vez hasta desgastarlo. Ha sido único, y sé que por ello, jamás volveré a vivir algo que se acerque, no bajo las mismas circunstancias, y por eso supongo que lo escribo, para dejar constancia de que ha existido, de que ha sido real, de que no me he imaginado la belleza.

Mi padre y yo íbamos escuchando una canción en el coche. Una canción que era la primera vez que escuchaba, y que no me ha dejado indiferente. Sonaba perfecta, no solo en el coche, si no en mi cabeza, e incluso se movía perfectamente con el paisaje, iba a su compás. Así que para no alterar esa naturaleza perfecta, he permanecido quieta, escuchando y observando, absorbiendo cada mínimo instante de perfección.
Y hemos llegado a casa. Y la canción no había terminado.

Mi padre ha aparcado el coche. Y a la canción le debían de quedar unos cincuenta segundos. Cincuenta largos y perfectos segundos. Así que no hemos dicho nada, y mi padre ha dejado el dedo posado en el botón que apaga completamente el coche, pero sin presionarlo, y la canción ha seguido sonado. Esos cincuenta segundos, enteros, de canción regalada, de canción gratis que no debería de haber escuchado porque ya habíamos llegado a casa, pero que he escuchado, porque todo era demasiado bello como para frenarlo, y mi padre lo sabía. Esos cincuenta segundos, son los que habría grabado con una cámara si hubiera podido. Porque en esa cinta se nos vería a mi padre y a mí, quietos, sin movernos, sin apenas respirar, y lo único que saldría moviéndose sería la música. Y sería perfecto, y sería arte, y sería imborrable de la mente de cada persona que lo viera, porque ha sido todo y nada en cincuenta segundos. Y eso es lo que hay que entender del mundo, y del arte, y de lo bello: que es efímero, pero es perfecto cuando ocurre, y que por eso mismo hay que encontrarlo, y sentirlo dentro.


Porque el arte nos hace sentir vivos, y el Universo sonríe por ello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario