No será el viento que causa
heridas mañaneras el que barra la sinceridad de tus labios. Dormidos ante todos
menos para los impuros. Lascivos para los inocentes de manos blancas y
cristalinas.
Arañando noches de tus
dedos, suplicando por una caricia del hueco de tu mano, de las arañas mustias,
de la inocencia. Esa es mi constante circular.
El trance arrancado de las
entrañas de la esencia compartida. Porque no hay otro lugar al que huir más que
tus ojos en una noche azul. Y que quemen y hieran con el hielo de sus gritos. A
ti huiría si tuviera que arder.
Ganas de dolor por una pieza
suelta de un puzle destruido años atrás. Ni que aquel lugar fuera digno de tu
presencia, ni de la suya, ni de la pieza. Estruendo sonoro, magnánimo, de
platos al caer contra tu clavícula atormentada por mi boca. O por la música. O
por un pulso.
Pero la mente sonríe ante
una nueva oportunidad, ni vacía ni tuerta, sino viva para servir ante todos.
Blanca, pura, hasta que negra y sucia vuelve a mí, desplazada ante la marcha de
ovejas blancas, observadas por la oveja negra. Y digo yo, mejor negra y sucia,
que blanca y estéril de noción de existencia fugaz. Ni oveja, ni blanca, solo
terrenal.
Muchas cosas cayeron una
noche de verano ante mí. Verdades feroces como gatas, fijándose en mis pies,
subiendo hasta mi vientre. Palparon mi interior y decidieron romperme
lentamente. Desde dentro, con ideas. Las mejores destrucciones son de una misma
con sus gatas. ¡Qué preciosidad de noche, qué pena de vientre!
Y entonces noté la calidez
de una caricia, en mi piel, de tu boca. Y las gatas ronronearon de placer
mientras la luna sonreía y aullaba. Consonancia plena entendida por la
inutilidad característica de mis ojos. Ni mi mente pudo sacarme del laberinto
de tus manos y tu espalda. Simplemente me perdí con ellas.
No quedó más que una
hoguera. Infinita. Impasible. Posiblemente eterna.
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