La cabeza desmedida, como el aliento, procesa la
calma que aspira del ambiente. El fuego parece acelerarse con cada instinto
mientras que los sonidos proceden lentos, bailando una danza ancestral.
No quiero escribir sobre ti.
Hoy no. Siento que mi corazón, desbocado, aspira a una calada diferente que no
tenga tu sabor.
Supongo que ha sido en este
justo instante cuando me he dado cuenta de lo difícil que es decir: “¿Dónde
estoy? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?”. No lo entiendo. Ni tú me entiendes. Y
jamás lo entenderemos.
Superando tu recuerdo, el
cuerpo de una mujer nubla mi mente. Creo que un día la vi en sueños, de esos
sueños que se tienen mientras estás despierto, y sigue siendo como entonces.
Preciosa. Desnuda.
Quiero saber hacer algo para
ella, pero no tengo ni idea. Mis manos tiemblan, primerizas y nerviosas, y mis
ojos no saben a donde mirar. Todo rincón de su cuerpo me parece un paraíso
maldito, ajeno y excitante.
Siento como ahora flaquean
mis piernas. Mi razón olvida, tuerce su laberinto, me lleva hasta sus caderas.
Su boca sentencia mis miedos, dictamina un veredicto de culpable, y yo dejo que
sentencie.
El beso más dulce de mi
conciencia me lo dio esa musa en sueños. Recuerdo las sábanas suaves que
envolvían nuestro terciopelo ardiente, pero recuerdo con más ganas las abejas
de mi estómago.
Nada terrenal puede competir
con ese infierno de luces y sombras, de sensaciones mojadas, de musas.
Las conversaciones banales ahogan mi pecho en asco.
Apoyo la cabeza sobre los ladrillos estables, miro al cielo despejado. Parece
que quiero reclamarle algo, pero simplemente no encuentro el qué.
Ahogo su azul en el mío, hoy no quiero cerrar los
ojos.
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