Un escalofrío recorrió su espalda.
Despertó en una habitación con una luz
tenue. Olía a sexo y verano, el aire era espeso. ¿Qué hora sería, las tres,
cuatro, de la tarde? Sentía el cuerpo agarrotado.
Alguien abrió la puerta de la habitación
y movió las sábanas. Una mano sudorosa y familiar escalaba su muslo. No
entendía muy bien la situación, la cabeza le pesaba y tiraba hacia atrás. Tenía
la lengua sequísima e hinchada.
Joder, definitivamente tenía que dejar
el tequila y los cigarrillos.
Consiguió emitir una especie de gruñido.
- ¿Qué te pasa? ¿No te gusta? – la voz
de la mujer despertó una parte de su conciencia. Su tacto ya le había resultado
familiar, pero su voz... Ya la conocía, pero, ¿de qué? Olía a jabón y a besos
furtivos. Su voz, su tacto, su olor, todo ello tenía algo magnético y
excitante.
− No, no, no es por ti, es que no me
encuentro muy bien hoy, voy a ver si encuentro algo de agua – ya tenía
intención de levantarse de la cama para ver mejor la cara de la mujer que tenía
al lado, pero ella no le dio esa opción. Rápidamente se sentó encima y le cogió
la mano.
− Anda, ten, te he traído antes una
botella. – Respondió. – Llevas todo el día dando vueltas en sueños. Aunque
antes has estado bastante consciente – rió – ha sido muy divertido, Cal,
esperaba poder repetirlo. – se bajó y se tumbó a su lado.
Se incorporó en la cama y bebió un largo
trago de agua. Maldito líquido milagroso. Mientras, se iba fijando cada vez más
en esa mujer. Largo pelo negro, pechos pequeños, piernas cortas. No podía parar
de observarla y ella no podía parar de moverse, se sentaba con las piernas
cruzadas, las estiraba. Se apartaba el pelo y jugueteaba con él. Agarraba un
cigarrillo de la mesilla de noche y le daba vueltas en las manos. Círculos
perfectos, casi como espirales. Al final se lo llevó a la boca y lo encendió. Fumaba
despacio, y se entretenía con el humo. Era rematadamente ordinaria y eso la
hacía jodidamente preciosa.
− Oye Cal, al final no me explicaste
anoche de donde viene tu nombre. – hizo una pausa para soltar el humo. – Calantha…
Es precioso, aunque suena mejor entre gemidos, he de admitir. – se reía de una
manera jovial y despreocupada. Todo en ella parecía fácil y resuelto. Sonaba a
confianza lograda a base de martillazos.
− Pues tampoco tiene mucho misterio, mis
padres adoran la cultura griega y Calantha les debió de gustar. – algo en su
interior se revolvió. ¿Culpabilidad? Nacía de sus entrañas y le pellizcaba la
conciencia.
La mujer morena se volvió hacia ella
mientras apagaba el cigarro. La besó con fuerza y le sujetó las manos. Casi sin
dejarla respirar, recorrió su pecho con una mano. Entre caricias suaves bajó
hasta su ombligo. Con un dedo de fuego dibujaba su circunferencia. Cal solo
podía escuchar sus propios gemidos.
Un escalofrío recorrió su espalda.
Despertó desnuda y sola en su habitación.
Temblando apartó su propia mano de sus piernas.
De nuevo la mujer morena que rasgaba sus
sueños cada noche.
Ya no sabía si aquello era una
maldición.
Este es mi pobre intento de hacerle honor a un relato que escribió Cortázar, en el que se rompe la barrera entre la realidad y la ficción. Yo he elegido el sueño y la realidad, probablemente porque dentro de nuestros sueños nos revelamos a nosotros mismos y nos rebelamos contra nosotros.
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